lunes, 21 de enero de 2013

El futuro de la política

Óscar Rodríguez Vaz. Vitoria-Gasteiz

“Algo huele a rancio en la política. Y no me refiero a la corrupción. No es un olor hediondo; se trata más bien de ese olor a cuero o tejidos pasados que recuerda vagamente a su fragancia original, pero que ha perdido ya la fuerza evocadora originaria”. Con esta cita comienzael profesor Vallespín una obra titulada como este artículo que, con apenas unadécada, es ya un clásico en el campo politológico.
 
A pesar de todas las crisis, pienso que aún somos mayoría quienes creemos en una democracia representativa dotada de legitimidad social, pero también reformada, tocando dos de sus pilares clave: los partidos – cuyo papel es “fundamental para la participación política”, según el art. 2.6 de la  Constitución, y que hoy son percibidos como un problema - y las instituciones de representación.

Debemos innovar para obtener la fórmula que cierre la brecha entre la política – partidos e instituciones - y la voluntad popular en la que se fundamenta su legitimidad. Una fórmula reformista que responda tres cuestiones clave: qué nuevos mecanismos contractuales ponemos en marcha para con la sociedad; cómo se forma la voluntad colectiva; y qué nuevos mecanismos de participación implementamos. 

Respecto de la primera cuestión, las relaciones sociales en democracia se establecen de acuerdo a mecanismos contractuales. Debemos firmar un nuevo contrato basado en la confianza. Y no hay mejor forma de transmitir confianza que la transparencia, en los partidos y en las instituciones. No hay excusa alguna para no poner a disposición de la gente lo que es suyo.

Medidas de transparencia que pasarían, por ejemplo, porque los partidos dieran cuenta de su patrimonio y de los ingresos procedentes de la Administración periódica y públicamente. Por ejemplo, porque los cargos públicos estuvieran obligados a publicitar sus declaraciones de actividades y bienes. O, por ejemplo, porque cualquier ciudadano pudiera conocer el destino de los dineros públicos que reciba cualquier empresa (pública, parapública o participada) o pudiera acceder a las declaraciones de bienes y actividades de los responsables de tales empresas.

En cuanto a la segunda cuestión, dice el fallecido profesor Judt en su magistral epílogo literario-vital que “la disposición al desacuerdo, al rechazo o la disconformidad constituyen la savia de una sociedad abierta”. Así pues, en la formación de la voluntad colectiva, resulta imprescindible que haya debates serios, escucha activa y autocrítica.

Las estructuras internas y modos de funcionamiento de los partidos distan bastante de ser todo lo democráticas que debieran. También en las instituciones de representación asistimos a debates prefabricados y rígidos, ajenos al propio sentido del parlamentarismo. O vemos debates esperpénticos para aparentar que ciertas decisiones se toman en el Parlamento, cuando mucha gente ya sabe que se han tomado en salas más pequeñas, con poca luz y con menos gente.

¿Cómo cambiar esta realidad? O lo que es lo mismo, ¿cómo fomentar la libertad de pensamiento y de opinión en un sistema que ha degenerado? La teoría parecería sencilla: quitando poder a las cúpulas de los partidos y dándoselas a los militantes y votantes, a la ciudadanía. La práctica quizás no lo sea tanto.

Y esto me lleva a la tercera cuestión. En poco tiempo hemos pasado de las palomas mensajeras a los smartphones. Se ha transformado todo. Y las innovaciones que han ido dando forma a la sociedad actual han hecho aún más flagrante la falta de adaptación de la política a la nueva realidad. Es más, en ocasiones se han operado cambios en la dirección inadecuada, pues “lapolítica en directo” – como la llama Daniel Innerarity –dificulta “las vías de acceso y permeabilización” de esta con la sociedad.

Ha cambiado todo, menos los partidos y sus estructuras; todo, menos las instituciones y los sistemas de representación. Apenas hay diferencias entre el sistema político que yo vivo y el que pudieron conocer mis abuelos en los años 40.

En este sentido, considero que, además de reducir drásticamente el número de instituciones con criterios de eficacia y eficiencia (sobran las Diputaciones Provinciales y hay que agrupar los 8.100 Ayuntamientos), podríamos incorporar mecanismos ciudadanos de revocación de cargos públicos por incumplimiento de programa o por mala gestión. También hace falta un sistema electoral más dinámico, buscando una mejor representatividad del voto y desbloqueando las listas en las elecciones al Congreso. Se podrían convertir en autonómicas las circunscripciones, para hacer del Senado una Cámara de representación territorial; en todo caso, si no se reforma, carece de sentido. O lejos de los debates populistas sobre su número, se podría mejorar la legitimidad de los parlamentos autonómicos con un sistema mixto de elección: eligiendo una parte como hasta ahora (desbloqueando las listas cerradas, eso sí), y que otra fuera elegida directamente por la ciudadanía en listas abiertas.

Y también habría que impulsar reformas internas en los propios partidos. Por ejemplo, estableciendo primarias y listas abiertas para la elección de sus representantes. O por ejemplo, impulsando consultas a la militancia y a la sociedad de referencia. O, por ejemplo, con mejores mecanismos de rendición de cuentas, para que sus militantes y votantes sepan a quién pedir responsabilidades por una mala decisión o por una no-decisión.

En resumen, la fórmula para corregir la erosionada legitimidad de la política, pasa por la construcción de una mejor democracia sobre la transparencia, el debate crítico y la participación. Me permito la licencia de instar a la izquierda a que patente la fórmula, sea esta o cualquier otra. 



(Artículo publicado hoy en El Diario Vasco y en El Correo)

martes, 15 de enero de 2013

El regreso de Snowball (otro final para “Rebelión en la granja”).

DomigoEscandela. Escritor y militante socialista. Vitoria-Gasteiz.

“Pero no habían dado veinte pasos cuando se pararon bruscamente. Un enorme alboroto de voces venía desde la casa. Regresaron corriendo y miraron nuevamente por la ventana. Sí, se estaba desarrollando una violenta discusión: gritos, golpes sobre la mesa, miradas penetrantes y desconfiadas, negativas furiosas. El origen del conflicto parecía ser que tanto Napoleón como el señor Pilkington habían descubierto simultáneamente un as de espadas cada uno.
Doce voces gritaban enfurecidas, y eran todas iguales. No había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro”.
Cerdos mezclados con hombres, bebiendo, fumando, comiendo sobre la mesa, como humanos. Ni Napoleón, cerdo que lideraba la asonada, ni ninguno de sus compinches recordaban “Bestias de Inglaterra”, la canción que clamaba por la libertad animal. Ni Napoleón, ni ninguno de sus adláteres se acordaban de los siete mandamientos que entre todos los animales acordaron antes de emprender la rebelión contra los humanos. Ni Napoleón, ni ninguno de sus secuaces, recordaban que eran animales. Este es el final de “Rebelión en la granja”, genial novela de George Orwell -publicada en 1945-, que satiriza sobre la evolución de la revolución rusa, desde la búsqueda de la justicia social hasta la aventura hiperpresidencialista de Stalin, encarnado en la obra por el cerdo Napoleón.
Orwell, socialista democrático, reflexiona en su libro sobre la situación política de la URSS; ofrece una sátira certera sobre la devaluación de los valores izquierdistas por acción de unos dirigentes corruptos que se limitan a sustituir la vieja aristocracia zarista, por otra nueva, de origen proletario. El resultado es el mismo, y los cerdos se transforman en hombres, pervirtiendo valores como la libertad y la igualdad. La revolución terminó implosionada por un sanguinario dictador que acuñó frases como: “Las ideas son más poderosas que las armas. Nosotros no dejamos que nuestros enemigos tengan armas, ¿por qué dejaríamos que tuvieran ideas?”.
El cerdo Snowball –alter ego de León Trotsky-, representa todos los males para los partidarios de Napoleón-Stalin. Es el perfecto chivo expiatorio, a quien culpar de todos los problemas que aquejan al nuevo régimen revolucionario, ya que encarna los ideales puros con que fue concebida la revuelta izquierdista, y que, víctimas del nuevo sátrapa porcino, cayeron en el olvido.  En nada quedaron las palabras con que Mayor –proyección ficticia de Lenin-, el anciano cerdo muerto antes de la rebelión, advertía a los animales: “En la lucha contra el Hombre, no debemos llegar a parecernos a él (…), no adoptéis sus vicios”.
Son muchos los que piensan que, con el tiempo, uno acaba convirtiéndose en lo que combate. Y, efectivamente, esto es lo que a la postre les ocurre a Napoleón y compañía, como refleja el pasaje con el que Orwell cierra su obra maestra. De modo que, ciertamente, el libro no invita a la esperanza… O tal vez sí.
¿Está el socialismo abocado al fracaso? Algunos estamos convencidos de que otro final para “Rebelión en la granja” es posible.  Y quizás Orwell también lo estaba. Porque no todos los cerdos orwellianos se corrompen; Snowball, quien planta cara a los humanos poniendo en riesgo su vida, quien jamás olvidó las palabras de Mayor, la letra de “Bestias de Inglaterra” y practicaba los siete mandamientos, no muere al concluir la novela. Tras ser desterrado, escapa y se convierte en una suerte de fantasma; una amenaza evanescente, más ficticia que real, para Napoleón y sus cerdos corruptos. Pero también un hálito de esperanza para los que añoran la verdadera revolución animal basada en un comportamiento democrático ejemplar. Nos gustaría pensar que, si Orwell no hubiera muerto cinco años después de haber publicado esta novela, habría escrito  otra titulada “El regreso de Snowball”. El británico nos ha dejado pero todavía tenemos tiempo. Escribámosla entre todos. Aquí y ahora.

(Artículo publicado hoy en Diario Noticias de Álava)

domingo, 6 de enero de 2013

Responsabilidad generacional

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Nacidos casi a la par que la democracia, los miembros de mi generación llegamos al mundo con la idea de progreso cincelada en el subconsciente. Crecimos al mismo tiempo que se desarrollaba el Estado de bienestar, viendo cómo nuestras casas siempre se hacían más grandes, cómo los coches eran cada vez mejores, cómo casas y coches se multiplicaban. Esa parecía ser la norma que regía la vida de los hombres. Cursamos la educación obligatoria, y luego el bachillerato y el COU y la universidad, porque era lo que había que hacer. Fue más o menos entonces cuando empezamos a notar que algo no iba bien. Vivimos nuestra primera crisis, la que en 1993 dobló la tasa del paro. No supimos reaccionar, nunca pensamos que podía haber un abismo al final del camino, y, como había a quienes no interesaba que siguiera subiendo la cifra del desempleo, seguimos estudiando y realizamos doctorados o pagamos los primeros másteres millonarios. En esa época, la realidad se estaba reconfigurando para nosotros. Aparecieron las primeras ETT, los contratos basuras, los contratos en prácticas, despertamos de repente en una espeluznante existencia de becarios, de trabajos temporales y de un paro disuasorio y recurrente.

No recuerdo que nadie, ningún representante, ninguna institución, ningún adulto, hubiese dedicado nunca unas palabras a dirigirse a mi generación, hasta que al fin logramos cierto poder adquisitivo. Entonces fue cuando la publicidad empezó a hablar como nosotros y a utilizar cualquier recurso nostálgico para hacernos desembolsar nuestras parcas ganancias. Después, nos lanzamos a la aventura de comprar casas. Era lo que había que hacer, comprometerse con una hipoteca. Nos lo decía la sociedad, nos lo decían los políticos, nos lo decían y repetían nuestros padres. Nuestros padres pertenecen a la generación que fue hippie en los años sesenta, eran parte de ese movimiento que promulgaba estilos de vida alternativos y se oponía al consumismo y al sistema capitalista. Nuestros padres, la gente de su edad, son los hippies que desde hace décadas nos gobiernan y ostentan los cargos de poder, la misma generación que nunca impuso límites al capital, que desde la izquierda y desde la derecha ha permitido la expansión del capitalismo más salvaje de toda la historia de la humanidad, que ha liderado el desmantelamiento del Estado de bienestar, que ha consentido la subversión de la democracia, ha desactivado la capacidad de participación ciudadana y ha confundido Europa con una moneda.

Pero que nadie me entienda mal. De todos, los peores somos nosotros, peores con creces que nuestros predecesores. Mi generación se ha limitado a hacer siempre lo que se suponía que debía hacer. Cuando nos dijeron que estudiáramos, estudiamos. Cuando nos dijeron que compráramos, compramos. Los más borregos entre los borregos, educados para cosechar las mieles de una felicidad anodina, ni siquiera hemos protagonizado un breve episodio luminoso. Por miedo, por una incapacidad para afrontar el sentimiento de culpa, o la responsabilidad, o sencillamente por pereza, nunca hemos hecho nada. Tan solo obedecer.

En cambio, ha sido la generación inmediatamente posterior —esa que algunos llaman generación ni-ni y otros, generación perdida— la que, cuando la nueva crisis mostró sus fauces y nosotros volvimos a perder una vez más nuestros trabajos, se echó a la calle y dio forma al único gesto con algo de sentido en todos estos años: el 15-M.


Quiero pensar que mi generación, esa que accedió a pagar un sueldo íntegro por una vivienda, en propiedad o de alquiler, esa que no salió a la calle cuando su precio se multiplicó por diez, esa que sigue votando a los mismos políticos que lo promovieron y que ahora nos dicen que sobreestimamos nuestro poder adquisitivo, los está apoyando. Quiero pensar que estamos con ellos, que vamos a seguirlos. Que mientras las clases políticas afianzadas en el poder procuraran su descrédito, mientras llaman antisistemas a universitarios sin trabajo, a investigadores que emigran al extranjero, a funcionarios que pierden pagas y derechos, a trabajadores cualificados víctimas de un ERE, a hombres y mujeres normales que se arrojan por la ventana ante un desahucio, mientras nuestros gobernantes sólo se preocupan por no perder sus sueldos obscenos, sus futuros cargos como consejeros en bancos y empresas energéticas, mientras toman las medidas que nos abocan a la catástrofe, mientras se indulta a los corruptos condenados por los tribunales, mientras se ceden a la banca decenas de millones de euros de los ciudadanos, a la misma banca inclemente que fuerza los desahucios, a la misma banca magnánima que condona la deuda a los partidos políticos, mientras todos los sacrificios se exigen a los más débiles, mientras los defensores del sistema van a reventarlo todo desde dentro, por implosión, llevando al extremo sus mecanismos más perniciosos, mientras el sistema se suicida y a nosotros nos suicidan, mientras ocurre todo eso, mi generación está más y más concienciada de que esta vez hay que hacer algo.

Eso quiero pensar, que mi generación está ahí, con los más jóvenes, dispuesta por fin a protagonizar el cambio. Y que muy pronto estará también ahí con nosotros la generación de nuestros padres. Hombro con hombro, todos juntos, antes de que sea demasiado tarde. Antes de que sean nuestros abuelos los que tengan que campar al raso para reclamar su derecho a la jubilación o a una vivienda. Cuando todavía queda algo por lo que luchar.
(Este es un artículo publicado hoy, 6 de enero de 2013, en El País. Juan Jacinto Muñoz Rengel acaba de publicar El asesino hipocondríaco.)