lunes, 6 de agosto de 2012

Un verano para la reflexión



Juan Carlos Alonso. Vitoria-Gasteiz.
No sé si caminamos hacia el año de la bestia. Pero que la prima de riesgo llegue al número cabalístico 666 –ya lo apuntó @pixelillo en el twitter- probablemente sea el anuncio del fin del mundo en España. Sí. Han leído bien. Un fin del mundo español es posible.

Porque a uno siempre le han hablado de que el Apocalipsis sería global, mundial, universal, interestelar, según relató San Juan apóstol con tanto detalle. Pero no. Pueden darse fines del mundo a la carta, particulares. Y creo que el nuestro está al llegar. No sé si llegaremos al otoño, y caerá como las hojas de nuestros árboles. Pero con los rigores del otoño llegarán las noticias gélidas de nuestra intervención.

También hay que tener en cuenta que el Ramadán coincide con el mes de agosto. Y esto no parece sino una alineación perfecta que señala que el fin de los días está al llegar. No el de la peli de Chuarzeneger, sino un final más bien cuartelero y cañí. Los niños recuperarán las velas que les colgaban de las narices. La estrella michelín se la quitarán al Zaldiaran y se la darán al comedor de Desamparadas. Y cosas de este tenor irán sucediéndose como si tal cosa.

Qué hacer, pues, ante este estado de cosas. ¿Meter la cabeza bajo tierra, como haría el avestruz? ¿Rebozarnos en ceniza y caminar en procesión, como la Santa Compaña, para expiar nuestros pecados? ¿Darnos a la holganza del ‘champán y mujeres’? Ni lo uno ni lo otro, amiga lectora. Mi humilde opinión es que no podemos perder en ningún caso la pasión por la vida; la electrizante esperanza que nos proporciona el ‘carpe diem’; la mirada que aguarda con emoción que los hechos desencadenen nuevas y vibrantes experiencias.

Hoy puede ser un gran día, y mañana también. Si sabemos que aprender es recordar, deberíamos echar una mano de los álbumes de fotos familiares y ver cómo nuestros viejos sacaron adelante a una prole de churumbeles con esa pasión por la vida de que hoy carecemos. Nos hemos estupidizado y miramos a ver quién nos puede solucionar el lío éste de la crisis, cuando gran parte de las respuestas están en nosotros mismos.

Vivir es la hostia. Es una sucesión de hechos irrepetible. Cada momento resulta inaprehensible y bastaría para llenar las páginas de una novela, si alguien tuviera el coraje de redactar cada matiz. El otro día leía que los pliegues del cortex cerebral de cada ser humano son diferentes. Que no hay dos iguales. Y en cambio nos la pasamos intentando imitar al icono de turno, bien sea Justin Bieber, o Jesucristo bendito. Y somos personas, no lo olviden, y no un cardumen.

Si algo aprendimos de nuestros padres es a no vivir por encima de nuestras posibilidades. A saber disfrutar de los momentos de bonanza –procurando ahorrar un poquito-, y a vivir al día con lo que hay cuando vienen cruzadas y las hostias caen hasta de canto. Pero sin perderle la cara a la vida.

Los americanos imprimen camisetas con el ‘no fear, no pain’ y las venden como churros. A mí me parece que hay que recuperar nuestro propio ‘no hay dolor, no hay miedo’, que se parece más al ‘con dos cojones y la bandera de Tafalla’. Y significa que no esperes que nadie te lo arregle, que tomes tus determinaciones y libres tu propio destino. Que es mejor caer en el intento que apoltronarte en el sofá viendo melonadas narcotizantes en la tele.

Cuando me he instalado en la depresión, que alguna he pasado, no vayan a creer, a menudo me venció el desánimo. Y me la pasé lamentándome y lamiéndome las heridas. Y diciéndome que no merecía lo que me pasaba. Y que la vida era una puta injusticia.

En aquellos momentos de caída tuve siempre una mano amiga. No una mano que me meciera y me diera mimos y aliviara mi dolor –que también-. Sino sobre todo –y por eso la quiero- una mano que me aplicara un pescozón en la conciencia y en el cogote y me dijera que basta de chorradas. Y que levanta el culo ahora mismo y deja de compadecerte o ahí tienes la puerta. Que ya te vale de perder el tiempo tirado en el sofá viendo el plus.

Aprendí con aquellos empellones de mi mujer que hay cosas buenas, y musas, que cuando pasan por tu puerta no pueden pillarte ni dormido, ni durmiendo. Que hay que tener siempre la mente abierta y las antenas desplegadas. Y que, pese a pensar que has nacido para Flavio Briatore, debes exigirte aprender a vivir a tope y derrochar imaginación y pasión por la existencia. Te va en ello la propia vida, majo.

La imaginación siempre ha sido un arma revolucionaria. A finales de mil setecientos alguien soñó con la igualdad y la libertad. Más tarde, fue posible soñar en estados sociales de derecho. Y en educación universal. Y en que no se permitiera que nadie muriese en la puerta de un hospital por no disponer de un pasaporte.

Hoy, si de algo adolecemos, y esto si que es exigible a los políticos, es de imaginación para diseñar el futuro. Un futuro sobre claves que no pasen por la desolación ni el desamparo. Un porvenir que no esté edificado sobre el manido binomio de crecer y consumir. Un mañana en el que la rebeldía intelectual y apasionada sustituya a la miseria moral que lleva campando por sus fueros antes, durante y probablemente después de esta puta crisis de codicia. Y o te pringas, te remangas y dejas de estar callado, o va a perpetrarse la de dios es cristo con tu silencio cómplice. Así que basta de excusas. Y a disfrutar del verano. Que gozar y pensar no son verbos incompatibles.


(Consideramos que este es un buen cierre a 15 semanas de sesudas - y a veces, incluso hastas acertadas - reflexiones. Volvemos la última semana de agosto!). 

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