Vicente Carrión Arregui, profesor de Filosofía
Áspero, rígido, descolorido….no
sé si el libro de Ana Rosa Gómez Moral, “Un gesto que hizo sonar el silencio”,
habría llegado a mis manos de no habérmelo encontrado en el buzón junto a
“Enhorabuena”, el testimonio gráfico editado por Gesto por la Paz al final de
su andadura. Estamos tan aburridos del tema, hemos dedicado tanto tiempo a explicarnos
lo inexplicable que no apetece seguir hurgando en la herida. Ya saben, el
silencio atroz de la gente buena que dijera Gandhi.
Aún así, agradecido por la
deferencia del envío, empecé a leerlo sin mayores entusiasmos pero pronto no
pude hacer otra cosa. Huyendo del tono grandilocuente de los panegíricos al
uso, Ana Rosa nos trasmite sus vivencias juveniles ante la represión franquista,
la desmantelación industrial y las celebraciones de la muerte de Carrero
hilándolas con las reflexiones universitarias, políticas, éticas y literarias
que le acercaron a ese puñado de jóvenes que conformó Gesto por la Paz allá por
el 85. En la exquisita compañía de Camus, Zweig, Benjamin o Zambrano, entre
tantos otros autores cuyas atinadas citas enlazan sus reflexiones íntimas con
nuestra delirante historia reciente, Ana Rosa nos hace partícipes de ese “pudor
por lo que dirían los demás” que hubo de vencer para exteriorizar con quince
minutos de silencio esa protesta cívica del día siguiente a cada atentado con
la que Gesto fertilizó nuestras conciencias.
Luego el relato adquiere tintes
de novela negra. No ya por lo perverso de la trama sino por la intensidad con
que vivimos el acoso de las contramanifestaciones, el contacto personal con la
vivencia de las víctimas, el lazo azul, la liberación de Ortega Lara, el
asesinato de Miguel Ángel Blanco, la ovación por el “Príncipe de Asturias”, la
dividida manifestación en memoria de Buesa, en fin, la historia más reciente de
nuestro desdichado país narrada desde la “convivencia productiva” de quienes
día a día imaginaban formas inverosímiles de protesta para llamar la atención
sobre ese secuestro, ese crimen, esa persecución, esa tortura, esa brutalidad
que a todos nos amenazaba con deshumanizarnos si no buscábamos un resquicio
para la esperanza. Y de entre
tantos momentos emotivos que Ana Rosa reseña, una mención especial para las
palomas mensajeras que presagiaron la liberación de Aldaia desde la cima de
Urkiola.
Pero además del calor narrativo
de su relato – y ya no me refiero solo a sus citas-, Ana Rosa nos plantea una
reflexión muy sugestiva y polémica respecto a la reacción popular ante el crimen
de Miguel Ángel Blanco y sus consecuencias. Lejos de mostrar entusiasmo por la
indignación colectiva que suscitó, se atreve a comparar los rostros crispados
de quienes protestaban ante las sedes de Herri Batasuna con el de los
contramanifestantes abertzales que habían soportado en sus concentraciones por
la libertad de Iglesias, Aldaia y Ortega Lara. “Las caras desencajadas se
parecen en la instantánea muda”, dice en la página 125, y ahí arranca según
ella el “largo desolato” del temido enfrentamiento civil azuzado por el pacto
de Lizarra, de un lado, y de quienes amenazaban con dar al traste con los
esfuerzos de Gesto por mantener la lucha ética contra la violencia al margen de
las ideologías políticas.
Es en este tramo del libro donde
creo que Ana Rosa pierde un poco su tono discreto y vivencial, cuando arremete
contra “esos foros y grupos generalmente liderados por intelectuales que
vinieron a recoger el fruto para llevarlo a sus derroteros” (Pag. 126);
hermeneutas de nuestra sociedad (…) que empezaron a considerar que Gesto por la
Paz debía ser superado por otros movimientos sociales como Basta Ya, Foro Ermua
o Poro por la Libertad (…) el único mérito que reconocían a Gesto era el de
haber sido el primero, nada más” (pag.156). Entiendo el malestar de Ana Rosa
por tanta incomprensión y tantos ataques como ha padecido Gesto, ya por quienes
les tildaban de “viejas que salían de misa” y de “tontos útiles” o les acusaban
de tibieza moral por protestar ante las muertes de los propios etarras o
denunciar las torturas. Como ella misma cita al final del libro, “el bien
regresa, tranquilamente, sin prisa…” (Zagajewski) (a mi entender: la historia y la vida nos pone a cada uno en
su lugar) , por lo que no hay razón para que nadie patrimonialice los frutos de
la larga, dura y sórdida lucha contra el terrorismo, que ni empezó en 1985 ni
ha terminado con la tan meritoria disolución de Gesto en 2013. En cualquier
caso, es un deleite leer a Ana Rosa Gómez y sería muy deseable que este pequeño
gran libro encontrara una difusión más amplia para ocupar el lugar que merece
en nuestra historia reciente y en nuestras conciencias.
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