sábado, 22 de diciembre de 2012

Pagas extraordinarias, unanimismos, iglesias, homenajes, bufones y moscas cojoneras

Imanol Zubero. Bilbao.

 
"La obediencia es el mecanismo sicológico que hace de eslabón entre la acción del individuo y el fin político. Es la argamasa que vincula los hombres a los sistemas de autoridad. Tanto hechos de la historia más reciente como la experiencia de la vida de cada día nos hacen pensar que para no pocas personas la obediencia puede ser una tendencia de comportamiento profundamente enraizada, más aún, un impulso poderosísimo que pasa por encima de la educación ética, de la simpatía y de la conducta moral". [Stanley Milgram, Obediencia a la autoridad. Un punto de vista experimental, Desclée de Brouwer, Bilbao 1980].

¿A nadie se le encendió una lucecita de alarma que advirtiera de lo impresentable que resulta el hecho de que altos cargos del Gobierno Vasco cobren la extra de Navidad con la que está cayendo, por más legal que ello resulte? Desde que esta mañana he leído la noticia no salgo de mi asombro. Ni de mi cabreo.

El ensimismamiento creciente es la característica más definitoria de la democracia representativa, tal y como se practica en la actualidad. Su expresión más grosera y burda la encontramos en esos políticos a los que
se les calienta el twitter y en esas políticas a las que les pierde su idiotismo moral.


Cualquiera puede tener un mal día, claro que sí, y meter la pata. Pero el problema no es ese, no se trata de un problema solo individual. El auténtico problema es el entorno de esas personas, que les ríe las gracias y les aplaude las ocurrencias. El problema es que no hay nadie en su entorno político que de inmediato les pare los pies, o la boca, o el twitter. Ese es el problema. Un problema que se hace más grande cuanto más poder acumula la persona que suelta el chiste burdo, que extiende el rumor maledicente, pero también que toma la decisión política equivocada o cuyas consecuencias resultan insoportablemente gravosas.
Y lo que en el caso de personajes de probada cortedad intelectual o moral se expresa en la forma de grosería y de ofensa, en otros casos se convierte en problema político de primer orden.

Cuando hace un año me encontré en la tesitura de tener que exponer ante el grupo parlamentario socialista las razones por las que no estaba dispuesto a apoyar la
reforma de la Constitución para establecer un límite al déficit público, solicité públicamente del entonces candidato a la presidencia del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, que en su equipo de colaboradores más cercanos incluyera, además de las y los inevitables cortesanos, un bufón. Me consta que a todos los presentes en aquella reunión mi solicitud les pareció una impertinencia. No era esa mi intención.


El bufón representa, al menos así lo entiendo yo, a ese personaje que está en la corte pero no es un cortesano, que se sienta junto al trono del rey pero que no aspira a ocuparlo, que le recuerda al gobernante su humana conditio.


Seguramente no era aquel el momento de hacerlo, pero lo que intentaba comunicar con aquella intervención era una convicción: que la manera en la que se recluta a los miembros que conforman los equipos que acompañan y aconsejan a los dirigentes políticos, primando sobre todo el coleguismo y la identificación plena, la lealtad entendida como comunión plena de opiniones y convicciones, es una tragedia para la acción política en estos tiempos en los que la incertidumbre exige más reflexión, más contraste, más deliberación y más atención crítica que nunca. A lo largo de los casi cuatro años que pasé en el Senado tuve ocasión de vivirlo personalmente.


La lealtad malentendida como unanimismo acrítico, como seguidismo de la decisión del líder, conforma ecosistemas políticos en los que la diversidad de opiniones, de experiencias y de percepciones desaparece por completo. Expresiones y consecuencias de este empobrecimiento opinativo y experiencial son los llamamientos a cerrar filas, la penosa práctica de "lavar los trapos sucios en casa", el control de la crítica mediante la selección del personal y la condena de la discrepancia.

Como cuando 
Otegi ensalzaba recientemente la figura de Txomin Zuloaga con estas palabras: "jamás se le oyó alzar la voz en los debates, ni explicitar sus críticas en público si con ello podía dañar a la izquierda abertzale y siempre se mantuvo en primera línea". Lo más preocupante, en este caso, es la manera en la que Otegi reescribe la historia de la izquierda abertzale, falseándola, y la del propio Txomin Ziluaga, al obviar el pequeño detalle de que este fue expulsado en 1988 precisamente por expresar públicamente sus críticas a ETA tras el atentado de Hipercor. Por cierto: en el año 2000, cuando supo que mi nombre había aparecido entre los papeles del comando Buruntza, Txomin, compañero en el departamento de Sociología de la UPV/EHU, me ofreció generosamente su apoyo y hasta su casa.

La sustitución de los debates por actos de propaganda, los
argumentarios reducidos a una retahila de consignas, la postergación de las voces discrepantes a la hora de conformar listas electorales o puestos de dirección, han convertido a los partidos políticos en auténticas iglesias, en el sentido que la Sociología de la religión da a este término: "una organización predominantemente conservadora, relativamente afirmadora del mundo, dominadora de masas y, por ello, tendiente en su mismo principio hacia la universalidad, es decir, a abarcarlo todo" [Ernst Troeltsch]. Iglesias que llevan consigo su forma de ser y de actuar cuando acceden a las instituciones del Estado.


Y por cierto que era eso, un acto litúrgico, pleno de alabanzas y aclamaciones al líder y a su capacidad de visión y de sufrimiento, a medias entre el providencialismo y lo martirial ("el pueblo español sabrá reconocer nuestro sacrificio"), lo que me parecía estar viendo aquella noche en la que decidí expresar públicamente, porque me parecía lo más normal del mundo hacerlo, mis discrepancias con una decisión que sigo considerando profundamente equivocada. Teología e incienso, mucho incienso.

Así pues, y volviendo al caso que motiva este comentario: ¿de verdad nadie reparó antes de llegar a esta situación -ya irreparable, incluso si se devuelve la extra cobrada- en las consecuencias de una noticia como la que hoy hemos conocido? ¿No había ningún bufón en el organigrama del Gobierno? Tendré que consultarlo. Por cierto: ¿y en el del nuevo Gobierno vasco?

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