lunes, 9 de julio de 2012

La reforma del Estado, por necesidad

Denis Itxaso. Donostia.

Que España es un Estado federal bastante imperfecto es una realidad tanto más evidente, cuanto mayor ha sido el reparto competencial del sistema autonómico. Como casi siempre en este país, cuesta hacer apuestas colectivas firmes y valientes, y éste es un ejemplo de cómo la polarización y el cainismo políticos han impedido que, pasadas tres décadas desde la restauración democrática, no se haya podido abordar con serenidad una reforma organizativa del Estado para adecuarlo a lo que en la práctica ha terminado siendo: un Estado descentralizado y asimétrico, con importantes cuotas de soberanía compartida, pero sin órganos de deliberación comunes y eficaces, y con un desencaje total de la figura de la provincia.

Ahora que vienen mal dadas, y el Gobierno de Rajoy busca entre los intersticios del Estado para acometer mayores ajustes, parece que estamos definitivamente abocados a abordar ese ejercicio de racionalización y reordenación del andamiaje institucional, eternamente aplazado hasta la fecha por falta de voluntad y consensos políticos suficientes. Se nos anuncia, para uno de estos viernes de pasión, que el Gobierno aprobará en el Consejo de Ministros una reforma que afectará fundamentalmente a los poderes locales, coincidiendo precisamente con la reciente reforma municipal que acaba de llevar a cabo el gobierno tecnócrata de Mario Monti en Italia. Es previsible que dicho abordaje cuente en España con el ingrediente añadido de la agosticidad, soslayando así el debate político pendiente y valiéndose de la mayoría parlamentaria y de la crisis económica –cuando no de la herencia recibida- para imponerlo por decreto.

Sin embargo, nada indica que ventilarse de un plumazo semejante desafío institucional, sin someterlo a la consideración y contraste de la izquierda parlamentaria y social, de las propias comunidades autónomas, de la Federación Española de Municipios y Provincias o de la Cámara Alta, por poner sólo algunos ejemplos, vaya a permitir abordarlo en toda su profundidad. Desde luego que, antes que la Sanidad o la Educación, pilares del Estado de Bienestar Social, España tiene dónde ahorrar si nos fijamos en las duplicidades orgánicas y en el sobredimensionamiento esclerótico que presentan sus distintos niveles institucionales. Y es aquí donde corresponde recordar una de las propuestas programáticas del PSOE en las últimas elecciones generales: la supresión de las Diputación Provinciales.

Cuando defendemos la idea de que un país descentralizado puede resultar mucho más eficiente que otro de carácter centralista, es necesario hacer descansar esta visión sobre dos pilares críticos: el primero tiene que ver con la idiosincrasia española, en la que el concepto de nación única e indivisible ha convivido, se quiera ver o no, con sentimientos de arraigo y pertenencia distintos y dispares, derechos históricos constatables y voluntades políticas colectivamente expresadas a favor del autogobierno. Y el segundo tiene que ver con la idea de eficiencia y cercanía de los ciudadanos a las instituciones prestatarias de servicios e infraestructuras públicas. Pero en este segundo caso, se ha de ser consciente de que, a diferencia del sistema de los alemanes -en cuyo espejo con frecuencia pretendemos reflejarnos con el ánimo de encontrar experiencias exitosas-, en España, el desarrollo de las comunidades autónomas debería haber traído aparejada la desaparición de las Diputaciones Provinciales, que no son sino pequeños reinos de taifas, nidos desgraciadamente frecuentes de casos de corrupción –no obedecen a ningún parlamento y escapan al control de la oposición con facilidad-, y un reducto anacrónico y caro del régimen franquista.

Por último, resulta relevante que cualquier sistema federal en el que gran parte del poder reside en parlamentos regionales –básicamente todo el poder salvo los asuntos de la defensa y la política exterior-, cuente con órganos colegiados de debate y co-decisión en materias legislativas y presupuestarias. Sin embargo, y parafraseando al padre de la Constitución, Jordi Solé Tura, el Senado, originariamente pensado para estos menesteres, se ha convertido en toda una recámara, y no precisamente porque desarrolle funciones de segunda cámara de representación o Cámara Alta, sino más bien en su acepción balística, por haberse tornado en la segunda oportunidad de disparo de los grupos parlamentarios a los asuntos previamente discutidos en la cámara baja. Y no debiera ser esa su función, aunque sólo sea por el coste inútil que supone.

Por tanto, bien está que, aún empujado por las apreturas económicas y no por vocación y visión políticas, se aborden por fin las reformas pendientes de un Estado que es federal y naturalmente asimétrico. Pero abórdese por donde corresponde para que guarde la coherencia del espíritu constitucional y sirva para una mayor legitimación del estado de las autonomías y un eficaz –y más barato- entramado institucional. Y, sobre todo, sin convertir a los ayuntamientos –instituciones mejor valoradas y más cercanas a la ciudadanía- en cabezas de turco y sin hurtar el contraste entre instituciones y partidos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario